El tendedero

jueves, 8 de abril de 2010

CUARTO PODER

De Cuauhtémoc a Santo contra las Vampiras

Argentina Casanova

Como en toda novela o narración, hay –sin saberlo- un hilo conductor en la construcción del machismo mexicano fundado desde el momento mismo de la Conquista. Caldo de cultivo en un territorio en el que el poder estaba asociado a detentar la fuerza –tal y como ocurre aún hoy día en el mundo occidental-, pero también a la subyugación de un “otro” diferente sobre el que se sustenta el control, la dominación y claro validándose a sí misma mediante la perpetración de los esquemas que le conceden el poder. Va desde la construcción del mito-estereotipo de “Malinche” sobre el cuestionado papel de la mujer que con su inteligencia y habilidades hizo posible la dominación española, hasta el incuestionable enraizado mito de valor-macho mexicano de Cuauhtémoc que no se dobló, no se rajó, ni ce-dio a los invasores aunque le quemaban los pies en el fuego. Quedándole valor aún para conminar a su compañero en desgracias de tener valentía para tal situación “es que acaso crees que yo estoy en un lecho de rosas”.
Esa voz valiente se suma a tejer el hilo con el que se ha hilvanado, primero el tipo de masculinidad que los mexicanos conocen y con la cual fundan la norma de su propio género ligada a una caricaturizada figura del machismo mexicano , fragmentada con los gritos de los héroes independientes, pasando por los “niños héroes” que lo mismo se envolvían en una bandera para arrojarse desde lo alto de Chapultepec que combatían con el valor de saberse derrotados en una guerra sin oportunidad frente al Ejército Norteamericano, hasta el pundonor de Guillermo Prieto “los valientes no asesinan” (Monsivais, 1996).
El hilo continúa su tejido extendiéndose hacia el siglo XX con el icono del Revolucionario macho, valiente encabezado por los no menos machos y valientes Francisco Villa, Emiliano Zapata quien casi manda fusilar a uno de sus hombres fuertes al enterarse de su homosexualidad, imagen de la que a nuestros días con el paso de los años sólo perduran los rasgos más profundos semicaricaturizados con un machismo bravucón en el que vale más la valentía para afrontar la muerte que lo que se consiga con ello.
En un tejido en el que las mujeres aparecen ya como esposas abnegadas de hacendados mandamases o como adelitas que siguen fieles a su hombre en la guerra para echar las tortillas calientitas justo a la hora de la comida y para cargar el fusil, eso sí, a pie porque ellas sí aguantan y los bravos machos van a caballo con el garbo que le confiere la figura
Pero a finales de la Revolución mientras los hombres se enfrentaban a sombrerazos o solucionaban las cosas a balazos, ya las mujeres empezaban a organizarse en la búsqueda del voto, conciliando intereses más allá de asuntos políticos en una causa única que apuntaba a la búsqueda de hacer valer sus derechos. En México en una sociedad que empezaba a recibir información de los cambios que se daban en el mundo y en las clases leídas el conocimiento de los esquemas estudiados para entonces acerca de la sexualidad de la que ya se empezaba a hablar bajo otros esquemas empezando a reconocer a la mujer como una persona.
Para mediados del siglo un intelectual le pone “el cascabel al gato” con la definición precisa de que el mexicano no se abre, no se raja, porque solo las mujeres son rajadas/abiertas/penetrables/invadidas frente a un hombre mexicano cerrado/impenetrable/tapado. Para Octavio Paz dice: Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Pero también coloca la tilde a la i perfilando a la mujer mexicana: El mal radica en ella misma; por naturaleza es un ser “rajado”, abierto. Más, en virtud de un mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza original y se crea el mito de la “sufrida mujer mexicana”.
Pero para este tiempo ya la mujer obtiene el voto, ella crece y el machismo a la usanza antigua empieza a ser un traje obsoleto, se cambia, se le baja el dobladillo, se le invierten los botones y se transforma en una masculinidad fundada sobre la cimiente de un machismo valentón no le cede los espacios a la mujer se los escamotea pero ella avanza y empuja al mismo tiempo hacia la construcción de una nueva identidad bandera que ondea ora con vientos de feminismo lo mismo que con títulos de derechos humanos o se va ocurriendo, pero este empuje se topa de frente con Santo icono del imaginario popular colectivo que refrenda al macho mexicano por excelencia bajo las premisas ya definidas “tapado, cerrado, adusto, galante y bravo para las broncas aunque tenga que enfrentarse a una mujer colmilluda o bruja, eso sí, curvilínea y seductora, tentación irremediable que con su canto sirenezco seduce lo mismo a Odiseo que a un hombre bien portado y bragado.
Pero los avances vienen acompañados de esquemas que el mismo sistema patriarcal alienta, forja, alimenta para contrarrestar ya no sólo a la mujer sino a esas “mariquitas” que empiezan a tomar los espacios públicos, señalados y estigmatizados a finales de los 70´s la comunidad lésbico-gay o queer se une, trabaja, impulsa un activismo con cimientos sólidos de derechos humanos para todas las personas. Las mujeres hacen lo suyo en el feminismo hasta consolidar hacia finales de los 80 un nuevo concepto que se democratiza “igualdad de género” para evolucionar posteriormente con la “equidad”.
En tanto un debilitado machismo se esfuerza, se reproduce, se niega a morir bajo el yugo de las garantías individuales para todas y todos, se aferra a la masculinidad como una segunda piel casi mimetizada con la carne, en el amparo de las inconsistencias y el propio temor del hombre a mirar dentro de sí, a atreverse a fundar –como lo han hecho las mujeres con su feminidad- una nueva masculinidad más allá de lo que la norma les dicta: hombre, valiente, macho, bravo, fuerte, racional, sostén del hogar, el que gana más dinero, jefe, el de los espacios públicos. No saben, se desconciertan, antes era fácil saber cómo era ser hombre, azul, deportes rudos, profesiones de hombres, espacios en los que sólo habían hombres, cantinas solo para hombres, hasta que llegó la primera mujer al bar y luego a la cantina y desaparecieron en la mayoría de los lugares los letreros que les prohibían el paso aunque aún se las mira con miedo. Antes era fácil saber que se era hombre, muy macho por casarse y mantener a la mujer y los hijos, ser el que mandaba en la casa porque era el que ponía la lana, era fácil salir y hablarle a la secretaria y pedirle café… pero los tiempos cambiaron, pero no la forma de verse a sí mismos. Y si la mujer cambió su visión de sí misma, ellos no lo han hecho. Son pocos, poquísimos los que saben y se atreven a buscar y a procurarse las posibilidades que les concede una nueva masculinidad no fundada sobre cimientos de un machismo bravucón que pondera el valor más que los resultados; ese mismo valor que ha llevado a las instituciones públicas de un sistema patriarcal falocrático a emprender una guerra sin cuartel aun a sabiendas de las muertes que traería consigo. Porque lo que importa es el valor de emprender la lucha, no los resultados. Y así el esquema que se reproduce es de hombres que fundan su masculinidad en estereotipos que ni a ellos mismos los convencen, pero son los únicos que conocen, les duele, los obnubila no ser el sostén de la familia tener a una mujer que gane un salario más alto, que labore más horas… y ellos siguen siendo incapaces de asumir que se puede vivir una nueva masculinidad sin prejuicios ni arquetipos obsoletos… atreverse a construir una nueva forma de ser hombre. Aunque también hay aquellos que se atreven a ser los que se quitan la máscara y se permiten llorar.

Bibliografía disponible en www.argentinacasanova.blogspot.com

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