QUINTO PODER
Merienda de negros y mestizos
Argentina Casanova
Hace varios años que la Conapred realizó su primera
encuesta sobre las formas de discriminación en México. Lo sorprendente no
fueron las formas de discriminación que nos inventamos como sociedad, sino los
“argumentos” que son creencias, prejuicios y complejos arraigados en el
inconsciente colectivo y que en gran medida nos imposibilita –como sociedad- a
mirar desde otros ojos a nuestros propios integrantes, a nosotras mismas y en
consecuencia al resto del mundo. En vez de eso hemos construido un muro sólido
entre la realidad y nuestro pensamiento, al punto de llegar a transformar la
realidad a partir de nuestros miedos sustentados en estereotipos y roles que
adjudicamos y conferimos a ciertas posiciones sociales, colores de la piel,
apariencias, nombres, tallas y gentilicios últimamente.
Si nos vamos al origen puede hablarse de múltiples
posibles causas que lo mismo se encuentran en las clases sociales que desde la
antigüedad fueron tan marcadas e inobjetables, casi como los clanes que hoy día
perduran en la India y que determinaban la condición social pero también lo que
una persona podía llegar a ser toda su vida. Algo similar perdura hasta hoy día
en algunas ciudades del país, en las que las oportunidades de salir del círculo
de pobreza generacional son limitadas y por el contrario lo que es férreo y
firme son los grupos que determinan quién puede ser y quién debe dejar de ser
si se escapa de ese rasero que le ha permitido tratar de ir más allá, mirar,
asomarse donde solo “la gente de arriba” puede tener su vida. Sociedades en las
que la movilidad social es un concepto inexistente que a nadie le interesa que
se sepa o se piense en él.
Aquí vivimos en una sociedad hipócrita,
hipócritamente tolerante al más puro sentido de: te tolero para que no puedas
quejarte de que no te dejo vivir igual, elevo tu condición de pobreza a
característica de tu grupo social, o lo que es mejor –como se ha hecho con la población indígena- se le dota
de un aire ensoñador para conferirle atributos de “naturaleza, usos y
costumbres” y otras naderías conceptualizadas en los discursos políticos. La
real dimensión de esa forma de sobrellevar es: te ignoro, no me interesa lo que
eres, ni lo que piensas ni lo que sucederá contigo ni tu cultura, ni tu pueblo;
léase entre líneas pueblos originales.
Y el tema vuelve a la mesa por un incidente
mediático que de no ser por la moda de las redes sociales y los vídeo
escándalos, probablemente al igual que miles de episodios como estos, nadie
diría nada o quienes lo vieran callarían pensando que es solo un hecho aislado,
normalizándolo en lo cotidiano que a diario vemos en la calle o justificándolo:
para qué hay tanta gente pidiendo monedas en la calle.
Lo cierto es que la desigualdad social es en gran
medida causante de que lidiemos con estos escenarios, pero esa ventaja social
de ser quienes comamos y tengamos casas o autos no nos da las armas o
argumentos para afrontar a quienes vienen con la mano vacía y extendida para
pedirnos algo para comer. Nada nos lo da, más que el corazón; eso creo. Lo que
sí nos da la sociedad son los argumentos con los cuales podemos mirarlos con
ojos de desprecio o de rechazo, con la mirada juiciosa de quien construye esos
círculos concéntricos que a su vez excluyen y crean la permisibilidad de que a
“cierta gente es normal que le ocurran las cosas malas”. Argumento que nos
sirve, claro hasta que alguien cercano a nosotras le pasa eso malo que nunca
pensamos que le ocurriría a gente “bien y buena” como la que conocemos. Pero la
sociedad también nos ha enseñado esos argumentos invalidantes para justificar
incluso con esas personas, con nuestras vecinas, con nuestras amigas, con las
mujeres que conocemos y ensanchan los círculos concéntricos de las “mujeres
malas” a las que las pueden asaltar, violar o matar, por su forma de vestir,
sus antecedentes, su historia sexual, su forma de hablar, la profesión que
eligió, y hasta lo que publicaba o no en su facebook o tuiter, en fin,
argumentos siempre los tendremos para construirnos escenarios con los que
nuestro sentido de supervivencia encuentra para justificar los asesinatos de
mujeres, de activistas, de periodistas, de la sociedad en general con
argumentos estúpidamente socorridos hace mucho: “en algo debía estar metido, si
lo mataron no fue de a gratis”. Y eso es irnos al extremo, pero también nos
sirve para aceptar lo que le ocurre a los niños y niñas; ya tuvimos hasta
sacerdotes que argumentaban que los infantes provocaban deseos sexuales y
estaban conscientes de ello. Y lo peor es que hubo quien aceptó ese argumento.
Esta vez se trató de un niño indígena tabasqueño,
así con todos esos adjetivos, uno más podría ser “morenito”, ah y vendedor
ambulante de chicles, quizá le podemos añadir ¿niño víctima de explotación
laboral?, pero qué nos importa si a diario vemos miles en el devenir diario por
las calles, solo en esta ocasión rompemos el molde de la indiferencia porque
nos llegó a través de las redes sociales un vídeo con el que convenientemente
nos solidarizamos expresando el repudio al servidor público que hace lo que
quizá muchas personas hacen a diario, se burlan, lo denosta, se aprovecha, lo
discrimina como a diario se hace con muchas personas en este país. Pero esta
vez todo quedó grabado, y entonces la popularidad de un “gentleman” más surge
mediáticamente, el funcionario es señalado, una funcionaria es sancionada, la
madre del pequeño es buscada y aparece en Chiapas clamando que no tiene dinero
para ir por el niño del que no se sabe nada, y el vendedor de chicles se
convierte entonces en un personaje de una historia que vende bien, que se usa
bien, que ahora sí no necesita una marca de golosinas sin azúcar para ser
aprobado.
La hipocresía le va muy bien a la sociedad que
condena el hecho pero que sale a la calle y mira con desdén o indiferencia a
miles de niñas y niños que con ojos suplicantes o cansados claman por unas
monedas, lo que empacan productos en los super después de las 8 de la noche, de
los que insisten en limpiar los vidrios o en cargar las bolsas de los mandados,
a los que no queremos ver pero que tampoco nos interesan mucho que digamos.
Porque esa es la verdad en este país en el que a diario nos inventamos
discursos para hablar de lo justos que somos peo también de lo incapaces que
nos sentimos en “la realidad es así y a unos les toca estar abajo y a otros
estar arriba” ¿acaso debo sentir culpa por ser el que tiene la moneda? Y nos
damos la vuelta y seguimos caminando, platicando, levantando la voz para no
oírles pedir una moneda y eso sí, para hablar sobre lo mucho que nos pesa la
desigualdad social y la discriminación en este país. Y cito para cerrar a la
brillante Susanita de Mafalda, mientras egulle un delicioso bocado de sándwich:
“Lo que pasa es que este país no sabe lo que es el hambre”.
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